En la escuela me enseñaron a sentirme
orgulloso de ser español, de nuestra historia y de nuestras guerras. En mi casa
a demostrarlo todos los días, con el trabajo, con el esfuerzo, a ser
desprendido y cabal al tiempo; caballero y humilde trabajador; bohemio y
responsable a partes iguales. No sabía yo por aquel entonces, cuando velaba
armas, que me iba a encontrar, en el intento, con tanto dragón con el que
batallar.
En el tortuoso camino he
encontrado eruditos, y compañeros de fatiga, novelistas y ensayistas,
articulistas y coristas, muchos coristas a sueldo, de baja estofa y de ignaras
ideas, que han intentado poner en duda lo qué me enseñaron en la escuela y en
casa. Por doquier han ido minando el terreno para que repudie la historia de
mis ancestros, para que me avergüence de mi condición de español, para que
reniegue de lo que he aprendido por mí mismo y de lo qué la vida me ha
demostrado.
Hoy por hoy, cuesta trabajo
razonarlo. Para comprenderlo es preciso haberlo vivido. No hay justificación.
Si tratas de explicarlo, has de recurrir a los más bajos instintos del ser
humano. Pero los hechos son incontestables: la España de la reconquista; la de
la aventura Americana; la del orgullo de 1808, ya apenas emerge altiva del
corazón de su pueblo.
Hasta hace muy poco estaba
convencido que esta tragedia que nos habían programado, que nos habían trazado,
corría inexorable hacia nuestra desintegración como nación. Pero no. Un
palpito, una corazonada, una premonición, una chispa, un deseo, una aspiración,
una ambición me dice que he de creer y creo, que he de luchar y lucho, para que
este grandioso país vuelva a ser el onírico sueño de mi niñez, la idealista patria
de los tiempos de la mili, aquella que iluso nos creamos al albur de la mítica libertad.
Volverá la esperanza cada
mañana.
España desterrará los rencores y
los odios de aquella guerra civil, que un impreciso día, de un ya lejano y
fatídico año, trajeron allende de las aguas del Volga para arreglar lo de los ricos
y los pobres a gente crueles que sembraron métodos de duelos y descargaron sus
alforjas de falsas quimeras, de ridículas utopías que engatusaron para siempre a
los más débiles, a los más necesitados de ilusiones.
Así, seguiremos, zurcidos a
heridas, cansados a veces, deprimidos casi siempre, pero intacta la leyenda de
nuestros mayores; ileso nuestro orgullo de español.
Saludos y gracias por su atención.