Hace años, escribí estas líneas intentando
hacer una escenificación real de la dramática situación de paro que vivimos en
España desde hace ya casi veinte años, y que lejos de tener visos de una
paulatina solución, se agrava dramáticamente en el tiempo de los distintos
Gobiernos y el espacio de todo el territorio nacional.
Decía así, más o menos:
Yo creo que PP, PSOE,
Sindicatos, y demás camarilla de la cosa Pública, no quieren enterarse de la
bomba que tienen en el asiento de sus poltronas. Ni unos ni otros son
conscientes del drama que cinco millones de españoles están viviendo. Padecen,
estos del ordeno y mando, tal autismo,
tal engreimiento, tal repliegue sobre sí mismos, son tan ajenos a la necesidad,
la penuria, la indigencia, las “trampas”, la impotencia, el hambre, que cuando
el poderoso detonante de la desesperación haga estallar todo en mil pedazos,
aún no sabrán el porqué. Es más, aquel
que afortunadamente tiene un medio de subsistencia, no se percata en plenitud,
que la metralla nos alcanzará a todos.
Dense una vuelta por los centros
de trabajo que todavía funcionan. A las seis, a las siete o la ocho de la mañana,
según hora de picar en el reloj o en el torno de entrada, y verán. La puerta y
aledaños, parece las colas en una taquilla de la plaza de toros de mi pueblo,
para ver a José Tomás. Con un cigarrillo entre los dedos de una mano y el
papelito del currículo enrollado en la otra, esperan angustiosos, que algún
capataz, algún jefe les llame para el “currelo”. Y los que están dentro, viven
en su mayoría con el, ay, en la boca, porque su puesto de trabajo es tan
provisional, tan precario, está tan en el aire, como su hipoteca. La papela del
preaviso les puede llegar a la hora del bocadillo.
Me ha venido a la memoria una
escena, ya olvidada en el tiempo.
Tendría yo unos siete u ocho
años y acompañé a mi madre al mercado. Era temprano y para mí una novedad, sin
colegio aquel día y de paseo. Al llegar a los alrededores de la plaza de
abastos, en la acera de “Juanito Custodio”, desaparecido almacén de ultramarinos, sobre la
que el sol empezaba a calentar, un puñado de hombres de gorra, pelliza y
cigarro, se apiñaban en un murmullo, entre el humo y el vaho de sus voces. Me
impresionó y me dio miedo.
¿Qué hacen éstos hombres
mamá?—pregunté.
Esperan trabajo—me contestó
lacónica mi madre.
Exacto, esperaban al “aperaó”
para que algunos, solo algunos, se los llevaran al campo a echar “la peoná”.
Como en las parábolas de los Santos Evangelios. Como ahora mismito.
Saludos y gracias a todos por su
atención.