
Antonio medía poco más de metro y medio, pero tenía la fuerza de un toro; de piel agrietada, manchas rojas y pelo cobrizo, aprovechaba cuando orinaba para remojarse los brazos y la cara. “Er meao cicatriza una jartá” --decía convencido. Un gañan, un mozo de labranza de una pedanía próxima, que como a otros muchos, la construcción de la autopista les liberó seis días a la semana de trabajar al servicio del cacique del lugar y ganar algún dinero contante y sonante. Los domingos no. Porque ese día acudían a la batida, o al puesto para la tórtola, o a levantar la perdiz, o a qué sé yo. El caso es que debían mantener el vínculo. Por cojones. Porque la obra terminaría y el cortijo con su cortijero seguirían allí. Único medio de subsistencia, por decirlo así.
“No será para tanto hombre” –le dije seguro de cabrearlo--. "¿Qué no? –me respondió con la mirada perdida en el recuerdo-- ¿Qué no?... tú que sabes Topo. Ese tío es un cabrón con más “maera” que una aserradora. Él y todas sus castas. Y las tías peor. ¿Sabes que me hicieron el otro día en el puesto?... pues ná, que después de revolcarse y meterse mano con una de esas gachí, cuando ya estaban prácticamente desnudos y más calientes que un papelón de churros, va la tía y le dice: ¿no te vas a cortar ahora porque esté un patán sarnoso aquí delante, eh? --Tú ahí quieto y aprende-- me soltó el muy cabronazo”.
El otro día vi a Antonio en la venta “El Pollo”. Parece que los años no le han maltratado en exceso. Creo que tendrá más arrugas en el alma que en el rostro. Nos tomamos unos vinos y recordamos algunas batallitas de aquella obra. Y aún le sonsaqué algunas de las "hijaputadas" que le hicieron pasar entre escopetas, algodonales y girasoles. A él y a muchos que como él tenían que buscarse las habichuelas por esas tierras de señoritos y latifundistas.
“Esos tiempos no pueden volver nunca más Topo, nunca más” –me aseguró muy serio. Eran vísperas de elecciones.
Saludos y gracias por su atención.